Recientemente hemos recordado aquel episodio de la historia de la sociedad internacional que puso punto final a la Segunda Guerra Mundial, el suceso bélico planetario de mayor impacto por sus consecuencias. En efecto, el 2 de setiembre de 1945, el Imperio de Japón decidió su rendición incondicional. Solo bastaron 23 minutos para que el ministro de Exteriores nipón, Mamoru Shigemitsu, y el general Umezu firmaran el acta de rendición a bordo del acorazado Missouri, anclado en la bahía de Tokio. Por los aliados había firmado el general Douglas MacArthur, comandante supremo de las Fuerzas Aliadas en el frente del Pacífico Sur y, de paso, el militar más condecorado en la historia de los Estados Unidos de América. La rendición de Japón se producía luego de que Washington lanzara las bombas atómicas sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, el 6 y 9 de agosto de ese año, respectivamente. No fue fácil para Tokio decidir la rendición. Perder la guerra no era admisible en la idiosincrasia japonesa y la resistencia a aceptarlo llevó en algún momento a serios enfrentamientos en el seno del gobierno del primer ministro Kantaro Suzuki. Era entendible, pero al final Hirohito -quien quería asumir a exclusividad la responsabilidad por las atrocidades cometidas, pero que fue desestimado por los aliados e incluso lo exoneraron de cualquier juicio posterior- fue obligado a abdicar a su condición de ostentar origen divino y el Estado japonés fue impedido de armarse en el futuro. Solo en los últimos cinco años ha creado su primer Ministerio de Defensa. Hoy Japón es otro país. La experiencia de la guerra llevó a esa nación hacia los cambios y el desarrollo que hoy vemos.

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