Aunque la carrera espacial comenzó en plena ebullición de la denominada Guerra Fría, cuando los soviéticos y los estadounidenses rivalizaban hasta la desesperación por la conquista del espacio, con el punto de inflexión favorable para Washington luego de lograr la hazaña de que el hombre llegara a la luna en 1969, hecho que aplastó a los rusos, que para ese momento ya no contaban con la hegemonía que tuvieron al final de la Segunda Guerra Mundial por el temido Stalin, definitivamente los años ochenta, que marcó el declive y el final de la referida guerra, coincidió con el auge de los EE.UU. en la cosmonáutica. En efecto, para esa década Washington prácticamente no tenía rival en el mundo de la tecnología y de la era espacial, y las personas mirábamos desde nuestros televisores -algunos todavía a tubos- cómo desde Cabo Cañaveral o el centro espacial Kennedy partían los denominados transbordadores espaciales. En esos años, el país más poderoso de la Tierra que no había tenido mayor experiencia trágica tuvo que soportar el desgraciado suceso del 28 de enero de 1986, cuando el mundo fue impactado por el trágico accidente del Challenger, que se desintegró en el aire con sus siete ocupantes, tres de ellos mujeres. Todos lo vimos. Su lanzamiento, esperado por muchos, fue televisado en directo haciendo el drama mayor. Este hecho, lejos de golpear al ego del país, significó el desarrollo de medidas muchísimo más exigentes en los protocolos de seguridad espacial para evitar nuevamente un malogrado desenlace. No especulemos. Después de 30 años, el desarrollo cosmonáutico alcanzado por EE.UU. sigue siendo notable respecto a algunos otros Estados del planeta que buscan emularlo.