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Del Evo Morales Ayma, sindicalista cocalero nacido en Oruro, por el cual nos pechamos en el 2005, para defender su derecho a postular y convertirse en el primer indígena de América del Sur que, por la voluntad general del pueblo boliviano, alcanzaba la altísima membresía de presidente de su país, ya no queda nada. Evo fue deshaciéndose a lo largo de los 13 años que lleva en el poder y con ello ha ingresado en la galería de los autócratas y dictadores que registra penosamente la historia de nuestra región. En efecto, con el escandaloso fraude electoral consumado el último lunes al suspenderse de manera abrupta por la mañana el conteo de los votos y ser reabierto en horas de la tarde solamente para que el Tribunal Supremo Electoral, convertido en institución títere al servicio del Gobierno, dé al presidente como ganador, el mandatario de Bolivia se ha puesto en el mismo nivel que Fidel Castro (Cuba), Augusto Pinochet (Chile), Alfredo Stroessner (Paraguay), Daniel Ortega (Nicaragua), Hugo Chávez y Nicolás Maduro (Venezuela), Alberto Fujimori (Perú), etc., todos gobernantes de facto —con sus aderezos, sea de izquierda o de derecha—, y contra la voluntad del soberano, que es el pueblo, porque jurídica y políticamente patearon las reglas básicas del pacto social acordado en toda sociedad que se precia de ser democrática. Evo ha comenzado a escribir las páginas magras de su vida política, y los que ayer lo vitorearon, hoy lo repudian con desdén incontrolable. El fraude de Morales llega en un momento en que la región se encuentra hipersensible. No cuenta, entonces, ni siquiera con un contexto regional o panamericano que pudiera servirle de cortina o para taponear sus febriles caprichos caudillistas. Los bolivianos que no lo quieren —la mitad del país, por el referéndum de febrero de 2016, le dijo "no" a su pretensión para un cuarto mandato— no se van a quedar de brazos cruzados y, con ellos, los jóvenes electores que se han sentido burlados porque un tribunal declaró que la postulación de Morales era un “derecho humano”, un argumento que la ciencia del derecho no resiste ni siquiera como ficción jurídica. América debe darle la espalda.