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Soy un admirador sorprendido de los fabulosos avances de la ciencia y la tecnología. Aunque sea mucho más lo que ignore que lo que conozca (y pueda aprender), celebro estos logros de la humanidad y tengo fe en sus beneficios. Esa convicción no me aleja del temor que entrañan los desatinos o perversidades en su uso. Un peligro de la idolatría tecnológica es el alejamiento de la cotidianidad más simple y hermosa.

Encontré en las reflexiones del maestro Luis Jaime Cisneros un oportuno respaldo a mis angustias. “Qué poco saben los muchachos sobre plantas y flores. Han heredado nuestra ignorancia. Yo tengo al respecto una ignorancia extraordinaria. Distingo, claro, un eucalipto de un ciprés, y un álamo de un pino, y no confundo una palmera con un ombú”. Lo decía en 1981. Temo que hoy nuestros chicos no logren las distinciones que hace Cisneros.

No faltará quien ponga en duda la “utilidad” de aquel conocimiento diciendo ¿y para qué necesitas conocer el nombre de este o aquel árbol? Ese es un punto de quiebre para el sentido que la educación debe tener: hacer del hombre un ser que habita y ama este planeta. La esencia educativa humanista nos dice que, por muchos avances que se alcancen, el hombre y la naturaleza son un binomio de total interdependencia.

Si así lo entendiéramos, será posible que, ahora en el verano, sepamos cómo se llama el árbol que nos da sombra.