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“¡Penas más duras!”, “¡Pena de muerte!”. Arengas que se repiten cada vez que aparece una Eyvi, una Jimenita, una Arlette o una terramoza ultrajada para recordarnos que el cáncer de la violencia contra la mujer ha hecho ya metástasis. Y es que quizá, ante hechos tan nauseabundos y casi inverosímiles, la única imagen que pareciera poder calmar -aunque sea un poco- tanta justa impotencia es la de los perpetradores podridos tras las rejas o, incluso, sin vida.

Pero vayamos a los hechos. En primer lugar, los más serios estudios de criminología son concluyentes en que no puede demostrarse que la pena de muerte disuada a los potenciales delincuentes de cometer un crimen. De hecho, lo que está demostrado es que el delincuente no se ve disuadido por cuán dura sea la pena, sino por cuán probable es que, en efecto, la pena se le aplique en la realidad.

En un país como el Perú, donde un hombre que fue captado en cámaras arrastrando a una mujer por el suelo de un hotel está libre, donde quien violó y asesinó a una niña de 11 años ya contaba con dos denuncias por violación y donde dos hombres confiesan haber violado a una mujer en un bus pero son dejados libres por una formalidad absurda, el mensaje es claro: las penas son un saludo a la bandera.

Así, mientras el agresor tenga la sensación de que no pasará nada, de que sus crímenes quedarán impunes, mientras los operadores de justicia no hagan su trabajo, no comprendan la problemática de la violencia contra la mujer, no habrá pena de muerte que nos salve.