Uno. De la tierra sagrada del morro de Arica uno puede extraer varias ideas fundamentales. La primera es que al Perú le ha fallado la clase dirigente, incapaz de proyectar una estrategia nacional que convierta a nuestro país en una potencia sudamericana. La clase dirigente peruana nos ha conducido a la postración continental. Sin norte, sin liderazgo, ha sido presa fácil de los caudillos y de la rebelión de las masas. En Arica, nuestros leones sucumbieron por culpa de un puñado de corderos. La clase dirigente no solo fue la culpable de la derrota en Arica. Prolongó sus vicios hasta convertir al país en un Estado invertebrado sin hambre de gloria y superación.

Dos. En todo eso pensaba mientras recorría el campo bendecido por la sangre de Bolognesi y los suyos. La maldición republicana no ha sido conjurada por la carencia de liderazgo. Si queremos evitar otra catástrofe nacional, tenemos que forjar una nueva clase dirigente. Una auténtica clase dirigente. Política, empresarial y mediática. Académica y militar. El Perú debe recuperar el antiguo sendero de su gloriosa historia. El Perú debe tener un norte, un fundamento, una ambición continental. La supervivencia está emparentada con la mediocridad. La utopía indicativa, el sueño común, hace grandes a los países. Élite y dirección. Estrategia y objetivos. Si queremos rendir honores a los que cayeron en Arica, debemos enseñarles a nuestros hijos a pensar en grande. Hay que construir el gran Perú.

Tres. La regeneración jamás será posible si no construimos este destino histórico. Es preciso volver a replantear las bases de la República. Hemos de reconocer que los extranjeros saquearon el país con la ayuda de traidores a la patria. Este es un pecado colectivo que atañe a peruanos corruptos, a los socios de una corrupción imposible de tolerar. 

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