Pasaron más de tres meses y el gobierno de Dina Boluarte sigue bajo la lupa. Después del autogolpe de Pedro Castillo, el Congreso logró su vacancia como exigía la mayoría. Si bien se respetó el cartabón constitucional y se transfirió el poder a la única vicepresidencia que quedaba de la plancha del profesor rural, la gobernante se encontró con las hordas destructivas, que antes apoyaron a Castillo y a ella misma, desde los Congresos descentralizados. Las violentas protestas desestabilizaron la vida política, social y económica. Se asentaron en capitales claves del sur como Puno y Cusco y convirtieron en provincia mártir a Madre de Dios mientras preparaban su toma de la capital e interrumpían el tránsito en carreteras vitales para el Perú y su actividad comercial y turística. El desastre ha sido mayúsculo y prolongado. Consiguieron sus objetivos de deterioro y desestabilización, pero no en la medida planificada, con su activismo letal y su agenda política innegociable por ilegal. El saldo lamentable es de más de casi 70 peruanos muertos y las imágenes de gente decidida a incendiar la pradera quedan para la investigación. Con Boluarte se preservó la Constitución y el Estado de derecho, pero no se obtuvo la pacificación indispensable para evitar el colapso de la economía que nos amenaza. Y luego llegó el drama general con el desastre del ciclón Yaku y los huaicos en numerosos poblados y ciudades del país. La crisis es multiforme y merece un esfuerzo del gobierno en diversas áreas, no solo reconstrucción y atención responsable, también desmentir la desinformación internacional que nos desprestigia y replantear la regionalización que hoy más que nunca vemos inútil e ineficiente en un país tan convulso y necesitado de conducción. Los gobiernos regionales no pueden ser tan irrelevantes como son en momentos tan graves.

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