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El caso “Lava Jato” nos ha permitido conocer el carrusel en que las empresas vinculadas a la obra pública eran proclives a la corrupción, esquilmando al Estado en favor propio y, también, de funcionarios públicos que un día están en el lado del Estado y otro día en el lugar del privado, en lo que conocemos como “puerta giratoria”.

En diciembre del 2016, el Departamento de Justicia de Estados Unidos reveló que Odebrecht reconoció que entre 2005 y 2014 sobornó a funcionarios públicos peruanos pagando $29 millones; mientras que la empresa, en ese mismo lapso, ganó $143 millones.

La causa de este mal endémico es el modelo económico de la Constitución de 1993, que da apertura para este tipo de negocios, donde se repliega al Estado, que ya no planifica ni ejerce funciones de control.

Así, las valoraciones finales de las obras las hacen las empresas concesionarias para que las aprueben supervisores privados con el visto bueno de funcionarios sujetos a presión y vulnerables a la corrupción y, en algunos casos, dotándose de normas específicas para hacer viables dichos proyectos y negocios particulares, como ha quedado claramente demostrado en el caso de PPK.

Los actos de corrupción mencionados por Jorge Barata -quien fuera por más de 20 años el representante de Odebrecht en el Perú- expresan lo que ha sido, desde Alberto Fujimori, la privatización del Estado. Cuando en 1990 Hurtado Miller dijo “Que Dios nos ayude”, se daba paso a un Estado cada vez más pequeño, aplicando la política del FMI de la época, donde la planificación fue dejada de lado y terminó en el baúl de los recuerdos.