Las grandes inteligencias, en virtud de sus méritos, suelen tener un alto concepto de sí mismas. De ahí surge el deseo de perpetuar en la memoria universal su nombre y por añadidura, sus hazañas personales. La noción que construyen de sí mismas está sustentada en el descubrimiento de sus habilidades inigualables y su elevada inteligencia; por este motivo, suelen sucumbir ante el irresistible encantamiento que les produce compararse con figuras preeminentes de la historia, identificándose entre ellas e integrando al menos ilusoriamente esa selecta minoría. Esta tendencia a sobreestimarse no es exclusiva de las mentes prodigiosas, pues inteligencias menos dotadas como la de Chávez, también son víctimas de una hirviente imaginación. La exministra, sugiere entre sus fantasías, estar viviendo un proceso similar al de Jesús junto a la idea de ser presidenciable. ¡Chávez tiene una imagen distorsionada de sí misma!, pues sobredimensiona sus ordinarias capacidades e ignora que junto al desenfrenado Aníbal Torres y al adversario de la democracia Pedro Castillo, personifican la hediondez moral que impregna sin excepción a la decadente izquierda peruana. La mirada inquieta de Chávez, el semblante alterado y la voz contralto, típico de una cantante de ópera, arroja la posibilidad de sugerirle una cargada infusión de eléboro, una planta usada en la antigua Grecia como remedio casi infalible para la curación demencial. A ella, que se jacta de ser devoradora de libros, le recomendaría estudiar la máxima socrática que figuraba en el oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo”. Solo así tendría una idea mas exacta de sí misma y abandonaría la política, dando solución al problema que representa.

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