El mayor error político de la presidenta de Brasil, Dilma Roussseff, ha sucedido en su laberintoso segundo mandato: haber servido de escandalosa coraza protectora al expresidente y predecesor, Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2010), con el único objeto de librarlo de la justicia ordinaria para que responda por actos de corrupción que le han sido imputados hasta el cansancio en un país -el más grande de Sudamérica- que ha sido penetrado por este temido flagelo que las Naciones Unidas ya ha considerado como una de las mayores amenazas de la humanidad. La movida de Rousseff ha generado un enorme rechazo en todo Brasil, de tal manera que la aprobación de la jefe de Estado brasileña ha caído estrepitosamente hasta el 11%. Esta situación hace que la mandataria se coloque en una posición de extrema vulnerabilidad política, de allí que el juicio, también político, para decidir su suerte en el Parlamento, ha sido alentado por una oposición que busca acorralarla para que finalmente sea destituida del máximo cargo público y político en el país. El 68% de brasileños -son 200 millones de habitantes- estaría de acuerdo con que la Cámara de Diputados apruebe cuanto antes la referida destitución, lo que agudiza más su momentum político. Para la gente existe una clara colusión entre Lula y Rousseff y crece la idea de que los ideales pregonados en el poder por parte del Partido de los Trabajadores -al que pertenecen ambos-, para luchar por los más pobres, en realidad ha sido una entelequia que ha terminado por descubrir cómo se instrumentaliza el referido poder para los apetitos personales. Dilma, en caída libre, vive días de completo hermetismo y podría estar en los de descuento.