La corrupción es tan antigua como la propia existencia del hombre. Surgió de sus entrañas como una degeneración de la conducta y ha impactado en la vida social desnaturalizando las relaciones humanas que terminan arrinconadas sin escala axiológica mínima que importe. Esa es la verdad. Todos los países del mundo la han experimentado en diversos momentos de sus historias soberanas, de allí que la ONU, el mayor foro político planetario, recientemente la consideró una de las mayores amenazas de la humanidad.

En América del Sur ha sido el Brasil, el país geopolítica y estructuralmente más grande de la región -200 millones de habitantes-, el que viene sufriendo el flagelo de la corrupción de manera impactante. En estos momentos en el gigante sudamericano nadie habla de otro tema que no sea la corrupción y al más alto nivel en la clase política y en la élite social del país. Mientras a la presidenta Dilma Rousseff la persigue la amenaza de un juicio político en el Congreso que la podría terminar defenestrando del poder por la temida destitución, su camarada y líder histórico del Partido de los Trabajadores, el expresidente Lula, hace muy pocos días fue conminado a declarar por la fuerza ante la autoridad para determinar su nivel compromiso o de responsabilidad en actos de corrupción asociados a la empresa estatal Petrobras. Brasil, llamado a cumplir un rol estelar en el sistema internacional, no puede salir del ostracismo de la corrupción y ese es el mayor obstáculo para que se convierta en el súper Estado de la región que muchos esperan teniendo condiciones para ello. Grave lo que allí sucede y peor cuando sus mañas contagian en países vecinos.