Después de la caída del Muro de Berlín, el capitalismo fue considerado la forma más perfeccionada en la historia de las organizaciones político-sociales, y como tal no debía ser transformado. Casi cuatro décadas después, esta visión de perfección no se adecúa a la realidad regional ni mundial, cuya población reclama cambios esenciales. El dominio del sector financiero y la nueva ola de automatización son riesgos emergentes y la revolución de la internet anuncia una monumental metamorfosis social y económica de grandes dimensiones que no debe darse a espaldas de la sociedad.

El capitalismo se basa en la acumulación del capital gracias a las ganancias. Sus orígenes se remontan al régimen de la propiedad de la tierra en Inglaterra, altamente concentrada, donde vivían trabajadores rurales que al no ser propietarios debían pagar una renta y se sometían cada vez más al mercado de acceso a la tierra que forzaba la introducción de mejoras en la producción para maximizar ganancias. Así comenzaron las relaciones capitalistas de producción, que hoy se ven amenazadas desde ángulos diferentes, en especial desde su propia racionalidad. La lógica de las finanzas es la diferencia cuantitativa entre inversión y rendimiento, no la de transformar la producción. Para los trabajadores que sienten que el sistema profundiza la desigualdad más que el desarrollo y el bienestar para todos, los cuestionamientos llegan con violencia e indignación. El capitalismo está ante un desafío inédito que no está siendo bien asimilado.

En América Latina, el continente más desigual del mundo, las amenazas proliferan. No solo Chile y Bolivia, también Colombia y Ecuador, mientras que Venezuela es el espejo en el que nadie quiere verse. Pero Europa, el continente de las libertades y el Estado de Bienestar, ve resurgir los fantasmas de los populismos antisistema. No estamos libres de perturbaciones, ya no existen oasis y ahora hay que ver las señales de alerta que aparecen por doquier.

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