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Caracas, con algo más de 2 millones de habitantes, se ha convertido hace rato en la ciudad más insegura del planeta. Un reciente esforzado reporte periodístico -el gobierno chavista ha prohibido cualquier información estadística- revela que solamente en el mes de julio en la morgue central de esta ciudad han sido registrados más de 500 cadáveres y en esta última semana ya se cuenta cerca de 50 muertos. Para caminar por sus calles tiene que ser de día y las que brindan un mínimo de seguridad son muy pocas. Hallar a la policía en sus rondas patrulleras o a pie es cuestión de suerte. La violencia en Venezuela tiene, a mi juicio, dos orígenes. El primero y más importante, la represión de la gendarmería del régimen de Nicolás Maduro a las innumerables marchas de protestas y hasta saqueos de la población desesperada por no encontrar qué comer. En segundo lugar, la grave complejidad urbana por contar con grupos humanos armados hasta los dientes, los denominados colectivos, que son milicianos de los sectores marginales de la capital y que en su momento Hugo Chávez empoderó para que le sirviera como colchón de reacción y resistencia frente a las revueltas sociales impulsadas por la oposición. Por su penoso resultado estas hordas humanas se han convertido en un gravísimo problema que ni la policía ha podido aplacarlas. El reporte de 119,8 crímenes por cada 100,000 habitantes en 2015 coloca a Caracas por encima de San Pedro de Sula (Honduras), considerada la ciudad más violenta del mundo hasta ese año. El panorama, entonces, es escalofriante. En toda Venezuela, cerca de 28 mil personas han muerto por causas violentas en 2015, y en la capital fueron 3946 los homicidios. La ineficacia policial junto a la impunidad generalizada y el incremento del delito organizado han contribuido a que Caracas se convierta en un mar de sangre.

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