La toma de mando por tercer periodo consecutivo de Daniel Ortega en Nicaragua -va hasta 2022- realmente llama la atención. Está en el poder más tiempo que el odiado dictador y heredero de una oprobiosa dinastía, Anastasio Somoza Debayle, al que venció por la revolución sandinista de 1979 y luego emergió como firme líder. El dictador, meses después, murió violentamente cuando una bomba explotó en el auto en que iba y fue acribillado. Permanecer tantos años en el poder, con un paréntesis en 1990, cuando Violeta Chamorro lo venció democráticamente, es un completo despropósito que colude con los principios de la ciencia política. El caudillismo es una de las mayores lacras en América Latina, pues al aferrarse al poder quienes se creen adalides de sus pueblos, lo único que han terminado precipitando son cuadros conflictuales para defenestrarlos. Ningún país de nuestro continente ha tenido regímenes exitosos por obstinarse en no dejarlos. Al contrario, por el capricho o mil argucias de quienes no saben dejar el poder han terminado desgraciando a sus pueblos hasta provocar, en muchos casos, guerras y otras formas de violencia que se hubieran podido evitar. El caudillismo no es coherente con la democracia y humilla al principio de la alternancia en el poder. Pertrecharse en el control del Estado envilece y lleva inexorablemente a la degradación política y a la anarquía con sus manifestaciones abusivas. Ganar siempre las elecciones termina descubriendo la prueba de la manipulación del poder y también del control absoluto de las instituciones del Estado, y eso es cuestionable y desequilibrante, latiga a la democracia, que se vuelve una apariencia. Ello explica, entonces, por qué Ortega gobernará con su esposa como vicepresidenta. Todo un muy mal ejemplo para nuestra región.