La situación política crítica a la que hemos llegado y que la última elección ha revelado nítidamente haciendo visible la grieta que separa a “dos Perús”, obliga a mirar las causas de fondo y escapar del tentador análisis de coyuntura. En efecto, se trata de procesos estructurales los que han hecho “crack” y que en nuestro caso –afortunadamente– se ha puesto de manifiesto en ciertos hechos que vienen tomando protagonismo desde hace un par de años. La última segunda vuelta, se enmarca en esos hechos. Pero no es la enfermedad, sino apenas el síntoma.

La enfermedad es el centralismo. Y la incapacidad del Estado para dar respuesta al mismo con una descentralización eficaz y funcional al desarrollo. No con la actual que privilegia reyezuelos locales y, en muchos casos, solo sirve para abroquelar espacios de corrupción descentralizada.

Hace una década constaté que “lo que no pasa en Lima, no sucede en el Perú”. Los habitantes de Lima, nacidos o no aquí, igual que las tecnocracias capitalinas, no se dan por enterados de lo que sucede en el Perú. Entonces, mientras en la cosmopolita Lima nos entretenemos con la frugalidad de la tele, las redes sociales, la modernidad del metro o la chatura del “debate político” de los caseritos de los medios, allá en el Perú profundo, campean la informalidad, el narcotráfico, el contrabando, el tráfico de terrenos y sabe Dios cuántas cosas más que pueden horrorizar a los educados ciudadanos de la urbe, pero que constituyen el bálsamo sobre el cual medio Perú construye sus medios de supervivencia y progreso. El mismo bálsamo sobre el que ese medio Perú configura sus categorías políticas.

El tema es largo, pero iré al final de mi punto: Perú no tiene futuro como país centralista y quizá ya no alcance ni siquiera con la descentralización para asegurar su viabilidad. Pensar en el federalismo que proponía hace casi 200 años Sánchez Carrión, no vendría mal. Seguir con el centralismo es suicida.