La cofradía de los indignados aumenta en gigantescas proporciones. La indignación, que vive y crece en la esfera del sentimiento, se evapora tempranamente, sin dejar perdurable huella; es decir, sin transformar radicalmente nada. El asunto, no es solo retorcerse de indignación, ni estallar demencialmente con manifestaciones feroces en el espacio público, sino comprender las causas que nos llevan a la crisis interminable, al estado mediocre de las cosas, al actual momento calamitoso. Y es también, intervenir activa y eficazmente, cada quién en la medida de sus facultades, vocaciones y talentos, para modificar de raíz el sombrío y agobiante panorama. Si vemos que, la ¡descristianización de las naciones, la ideología progresista, la corrupción de funcionarios, la inoperancia de la autoridad gubernamental, la galopante inmoralidad de los políticos, el nivel decadente de la enseñanza, la desorientación de las juventudes y su caída en los lazos de ideologías nefastas! aumenta sin límites, es momento de intervenir en el debate público para contrarrestar los avances de los que nos hunden en la miseria moral e intelectual. Y en concreto, sobre la vida política, nos dice Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Christifideles Laici de 1988: “Las acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, de egoísmo y corrupción que con frecuencia son dirigidas a los hombres del gobierno, del parlamento, del partido político, como también la difundida opinión de que la política sea un lugar de necesario peligro moral, no justifican la ausencia de los cristianos en la cosa pública”. Para darle una forma y estructura distintas a nuestra decadente sociedad, debemos intervenir en el debate público.