La generación del Bicentenario tiene un deber sagrado que cumplir y este puede reducirse a un apotegma: excelencia es exigencia. Su deber fundamental es estudiar para sacar adelante al país. Estudiar es su obligación grave, su primer derecho y su fundamental deber. Estudiar, estudiar, estudiar. El altar de la salvación nacional es una biblioteca. Si en verdad queremos un país desarrollado, si aspiramos a salir adelante y dejar algo mejor a nuestros hijos tenemos que exigirnos a nosotros mismos, señalando a la generación del bicentenario el único derrotero posible: sangre, sudor y lágrimas.

Excelencia es exigencia. En vez de fomentar una educación feble, superficial y políticamente correcta, tenemos que promover el pensamiento crítico, la solución de problemas y el patriotismo funcional, operativo. Exigir implica volver a poner en valor el viejo concepto de virtud, que debe superar la levedad acomodaticia, la molicie propia de nuestro tiempo. Virtud es entrega, servicio, trabajo duro. Virtud es dejar atrás la zona de confort que paraliza. Virtud es emprender para mejorar, crear y construir.

La excelencia solo será posible si cultivamos el talento de la juventud. Es imprescindible señalar un horizonte de gravedad y sacrificio a los jóvenes del Bicentenario. Un horizonte de coraje y educación, de formación y valentía. En las horas oscuras que atravesamos, cuando tantos defeccionan de su deber o se encierran en las excusas propias de su medianía, el coraje de los jóvenes debe plasmarse en una buena educación, en la formación propia de los que mañana liderarán el cambio. En ellos está puesta toda nuestra esperanza, en la generación del Bicentenario que salvará al Perú.

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