“Como quisiera tener un presidente como Bukele”, me dice un amigo, dueño de un pequeño restaurante, cuando charlamos sobre la inseguridad ciudadana. “Metió a todos los rateros y asesinos a la cárcel. Ya van casi 300 días sin asesinatos en El Salvador”, agrega. No es el primero que me habla del presidente salvadoreño desde la admiración, casi desde la fascinación. En un país cada vez más arrinconado por los delincuentes y criminales, no es raro que muchos peruanos estén encandilados por lo realizado por Nayib Bukele, quien tiene más del 80% de aprobación en su país luego de derrotar a la delincuencia con un estado de excepción, en el que se suprimió algunos derechos básicos de los ciudadanos. Luego de cuatro años en el poder, ahora va por la reelección -aunque la Constitución lo prohibe- prometiendo construir una cárcel para los corruptos.
Es cierto que cuando hay peligro y desesperanza, el ser humano siempre busca un salvador, pero en el caso de Bukele hay que guardar las distancias. Principalmente hay una: El Salvador tiene un poco más de 6 millones de habitantes, en el Perú vivimos casi 33 millones de personas. Es evidente que la problemática en nuestro país es más compleja. No es fácil importar fórmulas de una sociedad tan diferente. Por otro lado, lo que difícilmente aceptemos los peruanos es el abuso sistemático a los derechos humanos, como meter en la cárcel a cualquier persona sin orden judicial.
Lo que deben hacer urgente nuestros gobernantes es estar junto a la gente y resolver sus problemas. Ya basta de buenas intenciones. Con la voluntad no alcanza. La delincuencia ganó la calle y nadie le planta cara. Hay asesinatos y extorsiones a horario corrido. Hay muchos ejemplos de emprendedores y pequeños empresarios que quieren darle lo mejor a los suyos, pero de un día a otro están en el cementerio o con sus negocios al borde de la quiebra por los ataques de los delincuentes, y peor todavía, por la inacción del Gobierno. ¿Qué hace el Estado para asegurarle seguridad y justicia a los ciudadanos? Por ahora nada. Indiferencia total.
Los peruanos ya no toleran a una autoridad insegura y vacilante ante la creciente criminalidad. La falta de planes y carácter para tomar decisiones significará ingresar a una pendiente peligrosa, que puede sobrevenir en una pena de muerte a la sociedad.