En la Universidad de Navarra, durante un seminario que tuve oportunidad de asistir con el profesor don Álvaro D’ors (1996), sabio jurista, gran romanista y mejor persona, se ocupó de asignar los papeles que cumplen el parlamento, el ejército y la policía en un Estado de Derecho. Al primero le otorgaba el deber de combatir la corrupción, el segundo enfrentar al terrorismo y al tercero detener la delincuencia. 

La administración de justicia actúa seguidamente para reconocer el crimen producido y aplicar el justo castigo, respetando los principios del debido proceso. El ejercicio de asociar estas tareas a las respectivas instituciones toma el pulso a la salud y firmeza de la institucionalidad en el tiempo.

Con base a lo anterior, algo no empieza a funcionar en el aparato estatal cuando los parlamentarios no persiguen el rastro que deja la corrupción en la administración pública, a través de un equipo especializado de asesores, sino que conceden esa tarea casi en exclusividad al periodismo de investigación.

Por otra parte, si la opinión pública pierde la claridad para reconocerse protegida por su ejército y policía, que están formados y preparados para permanecer en la primera línea de defensa exterior e interior, sino que se les acusa y persigue sin objetividad, nos encontramos socavando su razón de ser y, con ello, su institucionalidad cuando las fuerzas del orden cuentan con instancias e instrumentos para procesar a los oficiales que no han ejercido su función a cabalidad.

Cuando una sociedad desconoce su sistema de defensa nacional y la comunidad política encabezada por su jefe de Estado (inciso 14, artículo 118CP) no la respalda en su calidad de jefe supremo, queda en evidencia una fractura interna que hace inviable el liderazgo, dirección, fortalecimiento de la institucionalidad, orden e imperio del Derecho.