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Este miércoles 6 de marzo la Iglesia celebra el Miércoles de Ceniza, con el que comienza el tiempo de Cuaresma, es decir, el itinerario que nos conduce hasta la Pascua, en la que celebramos la pasión, muerte y resurrección de nuestro señor Jesucristo.

La Cuaresma es un tiempo de conversión. San Agustín decía que los cristianos necesitamos convertirnos todos los días de las criaturas al Creador, porque el corazón del hombre tiende a irse detrás de las criaturas de este mundo y a olvidarse del sumo bien que es Dios. En Cuaresma, entonces, Dios nos invita a revisar el modo en que pensamos y vivimos, y a cambiar de rumbo en aquello que sea necesario para ajustar nuestra vida al Evangelio. Como hace unos años dijo el papa Benedicto XVI, Jesús nos llama a ello porque desea nuestra felicidad y nuestra salvación, “porque es precisamente el hecho de cerrarse al Señor, de no recorrer el camino de la conversión de uno mismo, lo que lleva a la muerte del alma” (Homilía, 7.III.2010).

Desde esa perspectiva, la Cuaresma es un tiempo que brota de la misericordia de Dios, que no se complace en la muerte del pecador sino en que se convierta y viva (Ezequiel 33,11), es decir, en que nos abramos a su amor, combatamos contra todo aquello que nos aleja de Él y le respondamos con nuestro propio amor filial. En este sentido, el itinerario cuaresmal nos ayuda a volver a Dios, conscientes de que alejarnos de Él es la raíz de todos los males y nos hace perder el gozo y la alegría que se experimentan cuando se vive en comunión con Dios y con los hermanos.