Siempre pensé que el mensaje central de Obama -democracia, participación ciudadana y derechos humanos ausentes en Cuba- lo iba a decir de todas maneras. El asunto estaba en saber el momento más adecuado. Este llegó el último día de su permanencia en la isla de tal manera que, sembrada la reflexión para los hermanos Castro y toda la cúpula comunista en el poder desde hace más de 50 años, ya no había más tiempo para la réplica porque Obama debía volar hacia Argentina. Obama tenía claro que ni bien pisara suelo cubano, los Castro soltarían la batería de pendientes que mantiene Washington, como son el bloque económico y la devolución de Guantánamo. Por tanto, un cruce de pedidos desde el arranque no solo no hubiera sido eficaz para su cumplimiento sino que, además, habría generado un riesgo en la relación reconstruida que, más allá de los sorprendentes esfuerzos de normalización emprendidos en diciembre de 2014, tiene una carga de sensibilidad muy alta. A Raúl Castro por supuesto que no le agradó nada que un astuto Obama le exigiera, pero con tono muy fino, la necesidad de que la práctica democrática en Cuba, que supone libertad para elegir y ser elegido, y que era la mayor prioridad para EE.UU. en la decisión de la reapertura política con la isla, sea una realidad en ese país. Para Obama, que estaba con un pie en el avión, ya no era relevante la reacción inmediata del líder cubano, sino la idea de insistir en la libertad de pensamiento como uno de los más preciados tesoros del hombre. Es verdad que decirlo en La Habana era algo que los ansiosos republicanos en el Congreso que dominan estaban aguardando que lo haga, y Obama lo hizo en el día preciso.