No hay duda de que el régimen cubano queda cada vez más convencido de los cambios que necesita el país. Eso es muy bueno sobre todo después de más de cincuenta años pregonando una lucha social, ciertamente importante, pero que a la postre terminó marginando a la isla de la comunidad internacional no solo por la prepotencia de los Estados Unidos de América de querer imponer su influencia en Cuba como lo hizo durante la dictadura de Fulgencio Batista, sino por su actitud recalcitrante con la ideología capitalista al querer imponer reglas propias del totalitarismo en los diversos estamentos de la sociedad cubana. Cuba debe recuperar el tiempo y ya no sirve de nada achacar responsabilidades del pasado. Los hermanos Castro así lo han entendido, pues nada de los cambios que estamos viendo en los últimos meses -normalización de las relaciones con Washington y recientemente con la Unión Europea mediante la firma de un acuerdo que revitaliza una relación también frustrada- hubieran prosperado sin la aquiescencia de Fidel y de Raúl. Puede ser que los Castro hayan tenido presiones de ciertos sectores internos, pero en el fondo la mayor presión que han tenido para decidirse por las transformaciones que están sucediendo se derivan de la aguda crisis económica que ha agobiado a Cuba. En la actualidad, sin una Venezuela que la pudiera seguir subsidiando como en los primeros tiempos del chavismo, y sabedores de que el impacto de la debacle económica iba creando una bomba de tiempo en el país, los Castro prefirieron ir por lo real y práctico antes de que se produzca una eclosión interna a todo nivel. La componenda con la Unión Europea refleja que Cuba sigue abriéndose al mundo.