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De acuerdo con lo previsto por recomendación de una comisión de la Cámara de Diputados del Congreso Nacional brasileño, hoy comienza el proceso de debates en esa Cámara baja para decidir el próximo domingo 17 de abril si próspera el camino en el Senado para la destitución de la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff. El trayecto para consumarlo recién inicia y nadie puede asegurar que será fácil. La presidenta se está encargando -con apoyo de su mentor político, Luiz Inácio Lula da Silva- de generar una atmósfera más política que judicial buscando crear la sensación de un país dividido. Quienes la quieren fuera del cargo ni siquiera provienen de la oposición política encarnada en la derecha brasileña, sino del propio seno del gobernante Partido de los Trabajadores y de sus aliados más cercanos en el poder. El vicepresidente de Dilma, Michel Temer, su aliado político en el gobierno, se ha convertido en uno de sus mayores enemigos y la presidenta no se ha detenido en calificarlo de traidor, conspirador y golpista. La situación de la presidente es compleja. Lo que viene son negociaciones internas que se van a traducir en las votaciones tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado. Lejos de lo que muchos pensaban que a Rousseff le estaban imputando delitos por corrupción, lo cierto es que nada de eso está promoviendo la referida destitución, pues ha sido acusada por el delito de responsabilidad fiscal tal como está previsto en la Constitución Política del Brasil. Debilitada por su desmedido afán de protección a Lula nombrándolo ministro de Estado, Dilma podría tener el tiempo contado y estar en cuenta regresiva, y en todo caso dependerá de su habilidad política.