Un estupendo artículo del maestro Francisco Tudela en El Comercio (“Cancelando vidas y talentos”) a propósito de la “cultura de la cancelación” y la condena al ostracismo público de aquellos que se oponen a lo “políticamente correcto”, me ha hecho recordar la condena de la memoria que se aplicaba en Roma a ciertos personajes que por su nocividad eran eliminados por completo de los registros históricos y de los monumentos públicos, prohibiéndose incluso el uso común del nombre del condenado. El recuerdo de tales personajes era borrado de la faz de la tierra.
Tiene razón el canciller Tudela cuando afirma que estamos ante un acto de “discriminación y marginación arbitraria”. Y se trata de un acto global, cuidadosamente preparado en los laboratorios de la ideología dominante, de ese pensamiento líquido que relativiza todo menos el uso del poder sobre sus adversarios antropológicos. La entraña tiránica de esta pulsión absolutista se pone de manifiesto cuando contemplamos la praxis de los “tolerantes” de la civilización del espectáculo, los mismos que exigen derechos y reparten deberes. Para estos napoleones posmodernos, todo aquél que no se asimile a la matrix del pensamiento único debe ser exterminado.
Nada más lejano al espíritu universitario, al verdadero espíritu universitario, que esta postura maniquea y falaz. La verdadera tolerancia se ejerce mediante el diálogo, la búsqueda sincera de la verdad. Pero ¿de qué verdad se puede hablar con estos Pilatos posmodernos? ¿Quid est veritas?, he allí la única respuesta que saben esgrimir. Mientras no se dispute la hegemonía cultural, todo avance económico, todo logro político y toda barrera institucional, tarde o temprano, terminarán sucumbiendo ante el peso de la propaganda política.