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Quizá porque amo el fútbol y entiendo que entre los vericuetos del juego, los excesos de la pasión y el calor de los fervores subyace sigiloso el drama de la vida, he sentido la partida de Daniel Peredo como algo propio, como si hubiese muerto un ser querido. ¿Qué hizo de él el mejor periodista deportivo del país, el más completo del momento y de toda la historia? Quizá no solo el entender el fútbol en su compleja dimensión, sino comprender lo que significaba para el alma, para el ser humano, para la existencia. En su inmensa capacidad de improvisar, Peredo supo traducir, en la narración de cada gol, lo que este servía para desembalsar las frustraciones y fracasos, lo que constituía para la testaruda necesidad del peruano de aferrarse a un dogma, lo que representaba para la intensa convicción de que era posible ver en la atmósfera de la desilusión una esperanza. Así narró y comentó seis largas y opresivas eliminatorias. Por eso ahora enerva saber que no haya logrado cumplir el sueño que absolutamente merecía: narrar a Perú en el Mundial. El sueño que merecía más que el más furibundo de los hinchas. Más de los que nos pusimos camisetas y rogamos, más de los que fueron al estadio y cantaron, más de los que sufrimos y gritamos. Dios, ¿por qué el apuro? Como ha dicho Míster Chip, el cielo podía esperar. Ahora Rusia 2018 no será lo mismo. Nunca sabremos cómo hubiese relatado el primer gol de Perú en el Mundial; la palabra justa, la frase emotiva, la opinión exacta. No será posible recurrir a YouTube para escucharlo una y otra vez. El 19 de febrero perdimos todos, sufrimos la derrota más dolorosa e irreversible, que se hizo más demoledora por inesperada y prematura. Ese funesto día Peredo pasó a ser leyenda y todos los hinchas del fútbol nos fuimos un poquito con él.