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El 1 de noviembre hemos celebrado la solemnidad de Todos los Santos y el 2 la conmemoración de los Fieles Difuntos. En la primera de esas celebraciones hemos dado gracias a Dios por los hermanos nuestros que ya han llegado al Cielo y viven plenamente con Él. Entre ellos destacan aquellos que la Iglesia reconoce como santos a través de un acto concreto del Papa, que comúnmente llamamos canonización, como Ignacio de Loyola, Juan Bautista de la Salle, Teresa de Jesús, Catalina de Siena y bastantes otros; pero hay muchísimos más cuyos nombres no conocemos. Como dice la Escritura, son “una multitud inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas” (Ap 7,9). El 2 de noviembre, en cambio, hemos conmemorado y ofrecido sufragios por aquellos hermanos nuestros que ya han partido de este mundo pero todavía no han llegado al Cielo. Son fieles que han muerto en gracia de Dios, es decir, sin pecados mortales, pero que no fueron suficientemente purificados en este mundo y requieren pasar por el Purgatorio antes de acceder al Cielo.

Como nos ha recordado el papa Francisco, ambas celebraciones “nos invitan a mirar al Cielo, meta de nuestra peregrinación terrena” (Catequesis, 30.X.2019). Al mismo tiempo, sin embargo, nos invitan a mirar cómo estamos viviendo en este mundo que, si bien es pasajero, es el lugar y el tiempo que Dios nos concede para prepararnos para vivir con Él por toda la eternidad. Tener presente la muerte nos recuerda que, en definitiva, “no cuenta lo que tenemos, sino lo que somos ante Dios y para los hombres…Nos invita a buscar y a ser en la vida lo que puede permanecer en la muerte y en la eternidad” (J. Ratzinger). El camino al Cielo nos ha sido abierto por Jesús y ha sido ya recorrido por una muchedumbre de hermanos nuestros. Es el camino de las bienaventuranzas que también nosotros estamos llamados a recorrer “renunciando a todo lo que nos estorba y al pecado que nos asedia, fijos los ojos en Jesús, que dio inicio y lleva a plenitud nuestra fe” (Hb 12,1).