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En su afán de parecer eficaces, ministros y parlamentarios disputan el “premio” de ver quién pide penas más graves para los delitos y, más aún, quién se muestra más eficaz haciendo que los procesos sean más rápidos, aunque con ello se cercene el derecho de defensa y el espacio de reflexión que es necesario que tengan los fiscales y los jueces para desarrollar su tarea sin abuso.

El ejemplo más claro del abuso, el exceso, la desproporción y la incompetencia se presenta cuando se pretende aplicar la ley de flagrancia junto con la norma que permite los acuerdos entre la Fiscalía y el acusado sin que el juez, en muchas oportunidades, se dé el trabajo de analizar si los presupuestos constitucionales y legales se satisfacen y con ello se pueda cortar la libertad de las personas con normas draconianas.

Lo primero que hay que recordar es que la norma de flagrancia se elaboró para casos como el secuestro, el crimen organizado, la minería ilegal, etc., vale decir, delitos que exigen un concierto y que descubierto alguien “con las manos en la masa”, debía de pasarse rápidamente al juicio.

Pero utilizar esa norma con el fin de resolver lo que ciertos policías califican como agresión, cuando lo que ha habido es en todo caso una ofensa verbal, es un exceso que solo puede servir de base a un Estado totalitario.

La combinación de ley de flagrancia y norma de acuerdo de pena ha demostrado ser una bomba explosiva que está reventando en la cara de la sociedad, que empieza a ver con horror los extremos del abuso y la desproporción. Los jueces constitucionales tienen la palabra para acabar, con buena jurisprudencia, con esos atropellos, como lo hizo la Corte Warren, en Estados Unidos, en el caso Miranda vs. Arizona.

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