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La coyuntura política chilena también se puede explicar desde la óptica constitucional, pues resulta sintomático que su Constitución de 1980, a pesar de sus enmiendas, carezca de un título dedicado especialmente a los derechos sociales, reconociendo solamente, en su catálogo de derechos y deberes, los derechos al medio ambiente, a la salud, la educación, la libertad para optar por un sistema de salud privado y el derecho de huelga. La implementación de las políticas económicas neoliberales en Chile exigía la necesidad de instaurar una corriente de pensamiento que los comprenda como aspiraciones sociales constitucionalmente reconocidas, no justiciables, las cuales para su plena realización dependen de la real capacidad económica estatal para hacerlas efectivas.

En Chile, a pesar de los pergaminos de su sólido y constante crecimiento económico, la salud pública todavía no cubre todas las enfermedades y solamente el veinte por ciento de los ciudadanos puede acceder a las clínicas privadas; por otro lado, si bien la educación pública es gratuita, la prosperidad y movilidad social es poca entre la mayoría de la población, debido a que la calidad de enseñanza no se compara con la privada y dificulta la posibilidad de ingreso a las universidades en busca de mejores oportunidades, sin contar los magros resultados en el tiempo de su sistema pensionario, el oneroso sistema de transporte (la chispa detonante de las manifestaciones) y la ordinaria necesidad de la clase media de recurrir al crédito bancario.

La realización de los derechos sociales demanda un conjunto de políticas públicas para su progresiva implementación. Si bien son odiosas las comparaciones, es más que probable que los servicios públicos chilenos sean mucho más eficientes que los peruanos, pero lo ocurrido no fue un problema de generación de riqueza, sino de una desatendida distribución solidaria en más y mejores prestaciones sociales.