La historia es el único registro de nuestro pasado y sirve para el futuro porque conecta a las nuevas generaciones con la heredad de la humanidad. ¿Pero a quién en su sano juicio se le puede ocurrir atentar contra la memoria colectiva de los pueblos y que se conserva celosamente en restos arqueológicos y en museos? El grupo terrorista Estado Islámico viene destruyéndolos y eso es un crimen de guerra, como bien ha referido la directora general de la Unesco, porque impacta negativamente a la memoria colectiva de toda la sociedad internacional. Los yihadistas han podido hacerlo a sus anchas porque tienen control sobre la ciudad de Mosul, al norte de Iraq, donde se encuentra uno de los lugares más privilegiados de la historia del mundo antiguo. En esos espacios territoriales se desarrolló la cultura asiria hacia el 2800 a.C., a orillas del famoso río Tigris. Quién podría olvidar que por esos lugares pasaron varios miles de años de civilización y que solo contemplando las más de 650 piezas del museo y las famosas “Lamassu”, unas enormes estatuas con forma de toro alado y con cabezas humanas, uno puede entender la magnitud del hecho producido. Solo el descubrimiento de la tumba de Tutankamón en 1923 tuvo mayor connotación al que en 1998 se hizo sobre los restos de la célebre ciudad de Nimrud. En un análisis mayor, lo que estamos viendo es una animadversión hacia todo lo que tenga una relación directa con occidente. Ni siquiera lo vimos durante la edad Media con las invasiones bárbaras que, lejos de lo que muchos puedan creer, estos pueblos (visigodos, ostrogodos, hérulos, vándalos, hunos, etc.), legaron a la posteridad el respeto solemne hacia la mujer. Los extremistas no respetan nada y por eso han arrasado con la civilización de la antigua Mesopotamia. El mundo debe detenerlos.

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