El Congreso de la República ha decidido avanzar con velocidad quirúrgica en la inhabilitación de la Fiscal de la Nación. Mientras tanto, dos cuestionados personajes mediáticos del poder político reciente —un expresidente y una exprimera ministra— ya sentenciados por el Poder Judicial, continúan intocables y protegidos por ese mismo Parlamento. No es un tema de nombres. Es un tema de coherencia institucional.

El Congreso tiene la obligación constitucional de mantener el equilibrio entre poderes, no de inclinar la balanza para proteger a unos y demoler a otros.

Sin embargo, lo que hemos visto en las últimas semanas revela algo más grave: la justicia política se activa según el cálculo, no según el mérito del caso. Porque si la vara fuera la misma para todos, los sentenciados deberían tener prioridad.

Las sentencias no son opiniones. No son investigaciones preliminares. No son hipótesis fiscales. Son fallos emitidos por jueces tras un debido proceso.

El mensaje es devastador: la política corrige la justicia, pero solo cuando le conviene. En cualquier democracia funcional, la separación de poderes se cuida como un tesoro. La pregunta es inevitable: ¿En qué lugar queda la institucionalidad cuando el Congreso usa el poder sancionador para ajustar cuentas, pero guarda silencio ante quienes deberían rendirlas primero, dejando groseramente libres de condena política a dos sentenciados ?

La ciudadanía observa. El descrédito crece. La sensación de impunidad se multiplica. La democracia no se destruye en un día: se erosiona con decisiones selectivas, con silencios convenientes, con mayorías que confunden representación con revancha. El país necesita que el Congreso actúe con una sola vara. Una vara que no dependa del color político, de la conveniencia coyuntural ni de la incomodidad de una investigación. La justicia no puede ser un arma de uso interno. Debe ser un principio, un límite, un antídoto contra la impunidad.

En el Perú, la institucionalidad no se rompe con un solo acto: se desgasta con decisiones selectivas, con silencios oportunos y con mayorías parlamentarias que parecen más dispuestas a ajustar cuentas que a defender la democracia.