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Donald Trump, el otrora erguido candidato republicano a la Presidencia de EE.UU., que durante las primarias había dicho con febril insistencia que ganaría las elecciones de noviembre próximo, acaba de anunciar que podría ser derrotado. Ha dicho: “Al final, o bien funciona o voy a tener unas largas, muy, muy lindas vacaciones”. Sus palabras desnudan la frescura de un aspirante, más que la aceptación de la realidad política de un candidato. Hay enormes distancias entre una situación y otra. Trump, célebre por sus excentricidades y polémicas actuaciones, ha cometido muchísimos errores que se están traduciendo en las encuestas. Es verdad que está ligeramente por debajo de su rival demócrata, Hillary Clinton, pero también que la tendencia es a la baja. La visibilidad de sus errores ahora cobra mayor atención y es que la opinión pública andaba ocupada hasta en 15 precandidatos, como lo hubo durante las referidas primarias. Trump, con sus errores a cuestas, es mucho más notorio a los ojos de los estadounidenses y esa realidad está jugando en su contra. Pero sorprende que tampoco se inmute ante una eventual derrota.

Es verdad que el multimillonario tiene mil razones para decidir el rumbo de su vida, pero lo es también que su sola actuación política, focalizando las expectativas de un importante sector de sus conciudadanos, no puede acabarse en un santiamén. En política, el candidato debe mostrar y contagiar pasión y mucho optimismo. La campaña por la Presidencia técnicamente comenzó al día siguiente de la reciente Convención Nacional Republicana y la Demócrata, y sostenerla con temple es imprescindible para disfrutar la victoria o resignarse a la derrota. A eso se denomina inteligencia emocional, lo que parece no deducirse de la siempre insospechada y extravagante actuación del candidato neoyorquino que, sin ser extremista, habría tanteado tirar la toalla. ¡Plop!

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