Tenía diez años cuando a media noche, con el agua hasta el pecho, subí a un lagar donde dormimos sin que parara la lluvia y mientras los huaicos bajaban furiosos. No entendíamos nada. Mi papá no había logrado llegar a casa por los huaicos y mi mamá asustada llegó con 6 niños a la chacra vecina. Recuerdo las caras de susto, nadie sabía qué pasaría en las horas que vendrían. Nunca olvidaré esa noche. Esa es Ica.

Hoy se repite la historia a pesar de que estamos en otro siglo. En la televisión reconozco el agua que como una sopa espesa y marrón viene con piedras y palos arrasando todo lo que encuentra a su paso. Verlo así es sencillo, pero la experiencia no te la olvidas nunca y se repite cada 20 años.

El año pasado, ante la posibilidad de un Niño severo, gastamos millones en habilitar cunetas, limpiar cauces de ríos, abrir acequias y proteger las casas con bolsas de arena. El Niño nunca llegó. Este año nos dormimos y ya es tarde.

Ayer volví a preguntar si había llegado ayuda pública a los más pobres en Pampa de la Isla, Santa Rosa y Romanes. Me dijeron que la única ayuda era la que los vecinos habíamos mandado. Se necesita agua, plásticos para protegerse de la lluvia, linternas, comida, pero sobre todo se necesita un Estado presente que arregle de una vez por todas la Achirana y las quebradas, como la de Cansas, por donde siempre bajan los huaycos que incluso matan a peruanos. Pero parece que hay cosas más importantes que hacer en Lima que impiden a las autoridades quedarse con los que han perdido todo para, dirigiendo in situ, apoyarlos en este dificilísimo trance.

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