El gigante de la literatura rusa, Fiódor Dostoievski fue condenado a muerte cuando tenía 28 años de edad. Su acercamiento y permanente asistencia a las reuniones organizadas por el Círculo Petrashevski, una asociación clandestina compuesta por una nutrida cantidad de intelectuales interesados en profundizar en la teoría del autor francés y “socialista utópico” Charles Fourier, le trajo como consecuencia ser arrestado por la policía secreta zarista en 1849 y ser sentenciado a la pena máxima el 16 de noviembre del mismo año, por conspirar contra el régimen zarista. El 22 de diciembre de 1849, día de su ejecución, Dostoievski fue atado al poste y se le dio a besar el crucifijo, mientras el pelotón de fusilamiento se posicionaba. Sorprendentemente, en el último momento se le perdonó la vida, abjuró de sus vínculos con sociedades radicales y se le conmutó la pena por cuatro años de destierro y trabajo forzado en un campo de Siberia. Dostoievski pasó confinado cuatro años triturando piedras y trasportando rocas, solo leyendo la Biblia. En 1854, fue liberado por un indulto dado por el Zar Nicolás I. Podemos conocer el episodio de la condena a muerte de Dostoievski a través de diversas fuentes que detallan con el máximo rigor histórico el momento límite que vivió el autor, pero estas lecturas biográficas no llegan a conmover, entre otras cosas, porque no es su finalidad. A mi juicio, quien realmente penetró en la tortuosa mente del condenado y sintió con la más sorprendente agudeza, la misteriosa desolación experimentada por el novelista ruso, fue el célebre novelista y biógrafo austriaco Stefan Zweig. Esta estremecedora historia, está en su libro Momentos estelares de la humanidad.