Todo tiene su límite. Eso parece pasarle al presidente de EE.UU., Barack Obama, en cuenta regresiva como inquilino de la Casa Blanca que deberá abandonar en enero de 2017. Obama ha dado pasos extraordinarios para reanudar una relación auspiciosa con Cuba y, por tanto, con América Latina. Todo lo bien alcanzado hasta ahora: acercamiento diplomático con reapertura de embajadas en Washington y La Habana, reinicio de vuelos aerocomerciales hacia la isla y el reciente anuncio de la visita de Estado de Obama a Cuba, que sin duda será histórica, tiene su límite y está determinado más allá de la buena voluntad de la diplomacia estadounidense de turno, por el poder, siempre superior y trascendente a cualquier gobierno en este país. Me explico. Obama hizo todo para lograr el levantamiento del embargo al que fue sometido Cuba desde el comienzo de la década de los años sesenta, pero no pudo conseguir ese objetivo que hubiera coronado su política exterior hacia La Habana. Estaba cantado que los republicanos, que controlan el Capitolio, lo iban a impedir como así ha sucedido. Obama es consciente de que Raúl Castro seguirá achacando este asunto en todo momento por más buenos signos que continúen dándose desde la Casa Blanca sino miremos cómo el presidente cubano aprovechó su participación en la Asamblea General de la ONU, en setiembre de 2015, para exigir de EE.UU. acabar con el bloqueo abusivo. Guantánamo es la otra piedra en el zapato. Cuba exige su devolución, pero el Pentágono y la CIA, más allá del propio presidente de turno, lo consideran innegociable por razones de seguridad que más parecen estratégicas. El decurso de la relación decidirá el tamaño de la relación.