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Las manifestaciones racistas en EE.UU., paradójicamente el país donde siempre se ha pregonado que convergen todas las razas, y sus reacciones, se han convertido en un problema muy serio para la unidad estadounidense. Los violentos sucesos de esta semana que hoy acaba, con el saldo de varios ciudadanos negros y policías blancos muertos, desnuda uno de los problemas más álgidos que mantiene el país desde los tiempos de la esclavitud: la incapacidad para solventar una relación humana que consagre que blancos y negros son iguales en todo y para todo. Los negros llegaron a EE.UU. en la referida condición de esclavos desde las costas africanas. Desde allí fueron arrancados en contra de su voluntad en la idea de considerarlos cosas, y en el propósito de que sirvieran como mano de obra barata para el sustento de la economía estatal. Esa es la verdad, y también fue así con los negros que llegaron al Perú desde la época del Virreinato.

Los negros han sufrido como ningún otro grupo humano -ni siquiera los indígenas- la animadversión más brutal que registra la historia del hombre por el hombre. Dos presidentes, Abraham Lincoln y John F. Kennedy, defensores de los derechos de los negros, fueron asesinados y nadie hizo esfuerzos por disociar sus asesinatos a actos racistas que el presidente Barack Obama casi al final de su mandato acaba de reconocer como problema estructural. Pero, ¿qué es lo que excita a los policías blancos en su ensañamiento con los negros? La ignorancia y el legado de odio y desdén que se ha venido manteniendo de padres a hijos por sucesivas generaciones. Y pegado a ello, ¿qué explica la violenta reacción de los negros? Inobjetablemente, la escandalosa impunidad y frustración por alcanzar justicia. Penosamente, D. Trump y H. Clinton lo van a capitalizar, según sus conveniencias, en la inminente campaña presidencial.

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