Crecí en una familia de profesores, abogados, ingenieros y policías. Mi madre es maestra de escuela. Mi papá también. Los admiro y respeto y a todas las tías y tíos (y a mis abuelitos que ya están en el cielo) porque durante años me cuidaron y enseñaron que hay cosas buenas y malas en la vida y que toda vida es precisamente eso, una lucha entre el bien y el mal. Siempre es posible convertirse, mejorar. Todos nos equivocamos y todos podemos rectificar.
Tuve la suerte de estudiar primaria y secundaria en un Colegio espectacular, el Alcides Vigo Hurtado, creado por oficiales de la Policía de Investigaciones del Perú, la PIP. Los amigos que hice en esos años no son amigos, son hermanos de verdad. Muchos de ellos eran hijos de PIPs y por eso, durante la época del terrorismo, fui testigo, lo fuimos todos (aunque ahora muchos lo olviden) de la carnicería a la que nos sometió el senderismo, enarbolando su ideología sangrienta y fratricida. No pocas veces tuve que ir a los velorios y entierros de esos héroes que en zona de emergencia eran volados en pedazos, asesinados por la espalda, emboscados por coches bombas o liquidados en frente de sus familias. Murieron para defendernos del terror. Yo eso no lo olvido y creo que el Perú no lo debe olvidar jamás.
En el Alcides Vigo nunca me enseñaron a odiar. Al contrario, allí aprendí a respetar a los demás, a ser tolerante y amar al Perú. A no levantar la mano contra los demás, a defender a los débiles y a perdonar de corazón.