No sabemos si el título es para el año que nos deja o para el que viene. Y no solo para el Perú. También el mundo se debate entre la frustración de una pandemia que no termina y una recuperación que no llega. Cuando pensábamos que la normalidad estaría a la vuelta de la esquina las alarmas suenan para instalarnos nuevamente en la intranquilidad. Nuestra patria se debate entre la amenaza a la vida -que se renueva con la variante ómicron que causa estragos sin control en el viejo continente- y la inestabilidad política generada por un gobernante que no encuentra el rumbo y está lejos de alcanzar su velocidad de crucero para dar confianza a la población. Ineptitud, inexperiencia o malos entornos han puestos límites al optimismo económico y político. Convivir con el reclamo se ha vuelto una forma de supervivencia de un pueblo que afronta la crisis con heroicidad y valentía en las peores condiciones. No merece un gobierno que no da la talla. E ingresar al nuevo año no da para el optimismo. Las últimas convocatorias al dialogo no han sido positivas. Siguen siendo los mismos que desde julio pasado buscan sostener al gobernante lastrado por su inexperiencia y sus entornos fallidos. La vacancia presidencial es una espada de Damocles que la oposición no está en condiciones de concretar. Mientras tanto se diluye la esperanza de un gobierno eficaz como valor democrático fundamental que pueda responder a la crisis. Nos familiarizamos con el retroceso democrático desde la fragmentación y los populismos. El 2022 nos encuentra nuevamente en el partidor para defender la democracia, combatir la corrupción que se retroalimenta y llega hasta Palacio de Gobierno y la urgencia de relanzar la economía cuyo retroceso ostensible cobra víctimas en extrema pobreza y desempleo. Nos corresponde defender la salud y la vida con menos ideología y más compromiso social. Nada fácil.