El virreinato produjo al criollo, aquel hijo de españoles nacido en el Nuevo continente, que comenzó a amar profundamente la tierra que lo vio nacer. Toda la región contó con este fenómeno, pero en el Perú -el centro del poder de la Corona en América-, se produjo la sociedad mestiza que hizo rica nuestra construcción cultural posterior. Es verdad que el criollismo, ya como fenómeno literario, cobra vida a fines del siglo XIX, pero también lo es que su apogeo se dio en toda la primera mitad del siglo XX. El criollismo, que acapara el vals venido de Europa, cambia de estatus y se populariza y entra fuerte entre los sectores afroperuanos costeños del país. Para algunos, el criollismo, que exalta con la música -guitarra y cajón-, la vida popular relievando nuestras tradiciones, fue una reacción al indigenismo iniciado en los años 40 por la migración rural hacia la ciudad, curiosamente cuando en los países de América Latina había sido más bien un proceso iniciado en el campo. Siendo esencialmente de la chala, el criollismo cobró vida y alimentó el alma de la Lima de antaño, evocándola como Ciudad de los Reyes o Ciudad Jardín llena de balcones, tamaleros, anticucheras y picaroneras. El presidente Manuel Prado, último exponente de la aristocracia peruana, pero que un día sabía tomarse un buen champagne en París y al siguiente volver al Perú, remangarse la camisa y coger pico y lampa para preparar una rica pachamanca, lo vio políticamente y por eso instauró, un día como hoy, el último del mes Morado de 1944, el Día de la Canción Criolla y lo hizo en la plaza Buenos Aires, en Barrios Altos, epicentro de la bohemia de aquellos tiempos en los callejones, solares y esquinas de barrios de toda Lima. Suerte para los que salimos del barrio -el mío fue Surquillo- y ver de niños jaranas evocadas con los valses de Felipe Pinglo Alva, Lucha Reyes o Jesús Vásquez, y los de hoy con Eva Ayllón o jóvenes talentos como Francoise Rodríguez.
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