Cuando observamos un fenómeno meteorológico, tendemos a formular conjeturas para darle una explicación a eso que nos causa temor y que no entendemos del todo.
En la historia de la humanidad existieron asesores, astrólogos, brujos, videntes o chamanes que veían el futuro desde el punto de vista del inca, rey o emperador. Si no acertaban, los desterraban y otras culturas los ofrecían en sacrifico para calmar la ira de sus dioses. Bien pudiéramos decir que la historia del pronóstico del tiempo es la historia de la humanidad. Va desde los antiguos astrólogos hasta los tiempos modernos de los satélites meteorológicos, radares y modelos numéricos.
Es sano reconocer que los meteorólogos no somos chamanes y, además, no queremos serlo. Debemos reconocer las limitaciones de esta maravillosa ciencia, pero tampoco neguemos nuestra falta de interés en preocuparnos por el “resto del país”, como dicen algunos peruanos.
Por ejemplo, la gran tormenta en Iquitos sí fue un fenómeno climático previsible. Es ahí donde el buen meteorólogo, responsable con la información necesaria, debe aparecer para salvar vidas. Es menos importante saber qué días habrá brillo solar en Lima, pues eso altera poco la vida y la sociedad.
Si no damos un oportuno pronóstico de estos fenómenos, es lógico y comprensible que la población, además, pierda la poca confianza ganada. El manto maravilloso de aire que envuelve a nuestro país constituye un inmenso laboratorio gratuito y abierto para los científicos, pero también para las conjeturas y es ahí donde nos suelen cuestionar.
Debemos vigilar todo el país y alertar a la población utilizando todas nuestras capacidades unidas, desde Güeppi hasta Concordia y, por qué no, aceptar con hidalguía los errores y ser consecuentes con nuestra profesión, pues ya no estamos en el pasado para que nos sacrifiquen en un apu sagrado, creo.