Sabía que el Congreso estaría dominado por los republicanos, y eso realmente no le importó. Pudo mostrarse desafiante, pero se le vio firme como un estadista que sabe hacia dónde va y qué está buscando. Sí, Barack Obama, aquel presidente que meses atrás aparecía en las encuestas como uno de los peores presidentes en la historia del país, se alzó con su reciente discurso anual del Estado de la Unión sin mensajes idealistas y sereno porque el contexto le viene siendo favorable. En primer lugar, la recesión se aleja de la economía estadounidense y las cifras comienzan a mostrarse en azul. El desempleo viene siendo controlado y lo ha avalado el crecimiento del país. A ello se suma que el petróleo que explota el país lo está alejando de la dependencia internacional que mantuvo por más de tres décadas. Obama ha externalizado su sensibilidad con la clase media, la más golpeada por la crisis del pasado. En realidad, el discurso era para esta, reconociéndola como el motor del desarrollo y por eso, sin inmutarse, ha entregado al Congreso un proyecto de reformas sociales de carácter laboral y educativo. Siempre claro, ha advertido a los republicanos que usará su derecho de veto si acaso quieren trabar sus principales propuestas. Los insta a confirmar las medidas migratorias que emprendió recordándoles que son una nación de migrantes. Para consolidar la relación con Cuba, pide el levantamiento progresivo del embargo y anuncia que no se detendrá hasta que la cárcel de Guantánamo sea cerrada. Obama, al tiempo de insistir en la ofensiva para acabar con el terrorismo internacional, condena el prejuicio antisemita y en ese contexto cree que la relación con Irán mejorará sin coacciones. Finalmente, no dejó de condenar a Rusia y a Putin, que provocaron irresponsablemente la crisis de Ucrania. Sin duda, Obama quiere ser bien recordado.