Suelo recordar, cuando pienso en la política peruana, una frase que he escuchado varias veces al gran Pepe Barba y que va más o menos así: “al vicio le gusta disfrazarse de diversos ropajes, pero el disfraz que más aprecia es el de la virtud”. En efecto, el disfraz más apreciado por los autócratas que aplauden las tiranías ideologizadas es el disfraz de la democracia. Así, mientras enarbolan el estandarte de la democracia, los viciosos disfrazados de virtuosos aplauden la destrucción del Estado de Derecho y predican el odio político y la muerte civil para todos los que no piensan como ellos.

Por eso, indigna recordar que los mismos que hoy se rasgan las vestiduras sosteniendo que la democracia está en peligro fueron los que durante los años del vizcarrismo se dedicaron a minarla con el único afán de perseguir a sus enemigos políticos. Y en medio de sus quejas y acusaciones, no atinan a reconocer sus acciones y mucho menos las consecuencias de su apoyo a Vizcarra.

Debilitar la democracia pasa por destruir el Estado de Derecho y relativizar las garantías procesales. Esto es lo que se ha hizo con dolo y a conciencia durante años, destruyendo a la oposición, legitimando lo “fáctico” y amenazando con la prensa vizcarrista cualquier atisbo de pensamiento disidente. Cuando las personas son perseguidas utilizando el argumento de la corrupción y sin respetar el derecho entonces todos pasan a la condición de sospechosos y la propia sociedad se dirige al banquillo de los acusados. Cuando la persecución política violenta los principios democráticos el Estado se convierte en un peligroso Leviatán. Ese doble rasero tiene que acabar y los que caminaron por el sendero oscuro de Vizcarra ahora tendrán que reconocer que con su voto interesado legitimaron la destrucción de esa democracia que ellos afirman representar.

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