La crítica a las últimas decisiones del Congreso ha llevado a reconsiderar si es pertinente que conserven sus competencias para nombrar altos funcionarios públicos (magistrados del Tribunal Constitucional, defensor del Pueblo, contralor general, superintendentes, directores del BCR) o sean trasladadas a un órgano distinto o especializado para esa tarea. La razón de esta propuesta surge tras el error congresal de buscar, sea como sea, un consenso que termina pesando más en la balanza que la idea de alcanzar un equilibrio para nombrar personas idóneas al cargo.

La crisis de representatividad del Congreso surge por la desatención de los intereses ciudadanos inmediatos (fiscalización de obras públicas sin culminar como agua, desagüe, luz, salud, educación. La reforma tributaria, leyes antimonopólicas) por una agenda parlamentaria más ocupada en la judicialización de la política. En el fondo, los legisladores ineptos, poco cultos, no representativos e incompetentes en temas políticos son un problema del electorado, no del pleno del Congreso resultado de nuestra votación. Si el parlamento es el símbolo de la democracia, su legitimidad surgida en las urnas será resultado de nuestras preferencias electorales y también la desafección ciudadana por la política y la cosa pública.

Las opiniones en torno a despojar al Congreso sus competencias exclusivas supone privatizar y sectorizar decisiones de relevante interés público en personas sin legitimidad democrática; nombramientos que sólo deben confiarse en nuestros representantes políticos electos en comicios. Como leí hace poco desde las redes sociales: “no es la política la hace un candidato convertirse en ladrón, es tu voto el que hace a un ladrón convertirse en político”.