En general, los contratos de concesión, son acuerdos que firman los Estados con terceros, sean nacionales o extranjeros, y lo hacen en uso de su plenitud de soberanía, que es el carácter intrínseco y exclusivo que tienen, en su condición de sujetos del derecho internacional. Cuando el Estado lo hace se constituye en parte. Es verdad que si el gobierno de un Estado considera que en el acuerdo existen cláusulas lesivas a la soberanía nacional, corresponde que pida una revisión o finalmente, plantee una renegociación.
Si la otra parte se niega, el Estado podría efectuar un acto de rescisión unilateral por afectación al denominado interés nacional, que por cierto no es cualquier interés, sino uno erga omnes, es decir, de todos los miembros de la sociedad jurídicamente organizada. Este argumento normalmente lo tergiversan los neófitos en estos temas, propio de la contratación internacional, pues lo conciben únicamente desde el derecho interno y eso es un error.
Ahora bien, un acto soberano de rescisión unilateral de un contrato internacional hecho con espíritu político es casi seguro que contará con aquiescencia social, pero eso no es ninguna garantía de nada, si consideramos que está fundado en argumentos solamente políticos. Cuando esto sucede, es casi seguro que las partes, el Estado y, por ejemplo una empresa extranjera, terminarán en un proceso de arbitraje internacional. La decisión de hacerlo tiene una carga política que supone niveles de riesgo que no pueden ser ninguneados.
Dichos riesgos suelen creerse atenuados por el discurso político, pero cuando eso no funciona la repercusión en el frente interno del Estado podría ser mucho más riesgosa de lo previsto. Es verdad que los Estados por su referida cualidad soberana no están atados a perpetuidad a actos contractuales internacionales o a tratados con otros Estados (ej.: los TLC), que pudieran convertirse en obstáculos, salvo los acuerdos de límites, que por su naturaleza son perpetuos como garantías para las partes, pero, grosso modo, cualquier proceso de decisión de un Estado, debe asumirse como no solamente jurídico, sino, sustantivamente político, donde el cambio de reglas podría producir un detrimento irreparable para la parte que patee el tablero pues en el mundo en que vivimos priman las relaciones convencionales o acordadas.