Por estos días, se viene hablando de una de las gestas futbolísticas más importantes de nuestra historia deportiva, la clasificación al Mundial México 70, luego de lograr un empate heroico en La Bombonera, con los goles de “Cachito” Ramírez y la picardía de Roberto Chale como principales gestores de aquella epopeya que no solo nos garantizó la presencia en la máxima fiesta del fútbol, sino que también dejó a los argentinos sin Mundial. Un hecho que alcanzó un revuelo tremendo aquel lejano 31 de agosto de 1969 y que, por supuesto, hoy adquiere una vigencia hasta cierto punto justificada en función al escenario sobre el cual marcha nuestra selección. Es así que el Fantasma del 69 entra en escena, con la fatalidad a cuestas, dispuesto a tumbarle la fiesta a la Argentina y su “Dios” que viste de corto. Sin embargo, nosotros también lidiamos con un fantasma. Uno que no es menos tenebroso, diabólico y temible que el del 69, uno que nos desdibujó el rostro hace 20 años, el Fantasma del 97. Muchos de nosotros, de los que ahora esperan que Perú pueda volver a escribir su nombre en la máxima fiesta del fútbol, somos parte de una generación golpeada, somos de esos que asimilaron el amargo trance de saborear la gloria para, después, caer estrepitosamente desde lo más alto. La selección peruana dirigida por Juan Carlos Oblitas peleó hasta la penúltima fecha su posibilidad de clasificarse a Francia 98, aquel partido en Santiago de Chile fue una estocada brutal al corazón de todos. Perú llegaba entusiasmado, con la adrenalina al tope, le hacía falta un empate para sellar su clasificación. Pero la realidad fue aplastante, el equipo chileno, comandado por un letal Marcelo Salas nos devoró con un 4-1 lapidario. Se cometieron muchos errores aquella vez y no solo en la cancha, sino también en el ambiente que se gestó de cara al partido. Sin explicación alguna, sentimos que esa visita era de mero trámite, que superaríamos la prueba con creces, que sellaríamos el pase nada menos que en Chile. Fuimos ingenuos y, a la vez, insolentes.La derrota, en general, fue dolorosa. Aquellas generaciones que pudieron ver a Perú en mundiales anteriores, optaron por refugiarse nuevamente en el recuerdo y, desde esa cómoda y resignada tribuna, dedicarse a despotricar criticando todo aquello que no se hizo bien; pero los que no vimos nunca a Perú en los mundiales quedamos devastados, con las manos vacías y la esperanza por los suelos. Hoy, se viven tiempos similares y una nueva generación saborea por vez primera esta miel que puede terminar siendo amarga. El contexto es parecido: Perú envalentonado, el público repleto de fe y Argentina diezmado, casi inoperante. Pero las historias, así como la del 69, suelen repetirse, del equipo de Gareca, y de nosotros también, depende que las cosas sean distintas, que la sonrisa no se nos caiga y que no saboreemos nada que todavía no hayamos conseguido.