En un país donde donde tenemos un Congreso en que abundan personajes oscuros y más que dudosos, y donde cada vez que se levanta una piedra aflora el delito, la sinvergüencería, la sacada de vuelta y la viveza, la Comisión de Ética Parlamentaria debería ser un bastión para investigar y aplicar las suspensiones sin goce de haber que la ley les permite contra todas esas joyas que ni saben cómo llegaron a ser congresistas, pero que ya hasta piensan en ser reelectas en el 2026.
Sin embargo, ese grupo de trabajo parlamentaria no sirve para nada. Ayer en Correo Lima hemos publicado un informe que da cuenta que en el periodo legislativo 2023-2024 solo han logrado una sanción, sea porque los otros casos se archivaron en la propia comisión o porque el Pleno no dio luz verde al castigo. En buenas cuentas, su efectividad es casi nula y su inacción no hace más que indignar más a los ciudadanos que ven cómo no pasa nada con gente que es de película de terror.
Si no han sido capaces de al menos suspender 120 días a quienes deberían estar presos como “los niños” y los “mochasueldos”, qué se les puede pedir. Queda claro que el blindaje y arreglo bajo la mesa para evitar sanciones, todo esto amparado en el inmenso rabo de paja de muchos legisladores, han llevado a que se estén malgastando tiempo y recursos en acciones que son puros fuegos artificiales y escenario para la pose y la falsa indignación que no se traduce en cada concreto.
Cómo será de inservible la Comisión de Ética Parlamentaria que semanas atrás su presidente, Diego Bazán, aseguró que a través de su bancada iba a plantear el cierre definitivo de la mencionada comisión. Quizá el hombre sintió algo de vergüenza al ver que el grupo que encabeza solo ha conseguido una suspensión a la antes fujimorista María Cordero, que fue acusada de recortar el sueldo a sus trabajadores del Congreso y de decir “vamos al cajero” en sus intentos por despojar de su plata a su víctima.
Es posible que de haber sanciones efectivas con el escándalo público que eso implica, más de un legisladores lo pensaría antes de vender sus votos al peso como hacían “los niños”; o de robar plata, que es lo que en buena cuanta hacen los que se quedan con parte de los salarios de sus trabajadores. Sin embargo, como otorongo no come otorongo, acá no pasa nada y todo se convierte en una burla para el ciudadano que irónicamente votó, sin que nadie lo obligue, por esta manga de impresentables.