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En las últimas elecciones congresales, el triunfo de Rosa Bartra sorprendió a muchos en La Libertad. Bartra nació en Sánchez Carrión, provincia del ande liberteño, pero hizo su vida política en Áncash, formó parte del movimiento Río Caudaloso desde su fundación (el mismo que tuvo como alcaldesa a la investigada Victoria Espinoza) y hasta postuló al gobierno regional por dicha organización.

Pero llenó los ojos de Keiko Fujimori en algún momento previo al proceso electoral nacional del 2016, y postuló al Congreso con la camiseta naranja, esta vez por su región natal, La Libertad.

Durante la campaña, Rosa Bartra se mostraba ante los medios trujillanos como una política con experiencia, presta a hablar, dispuesta a cargar, aunque solo a medias, la mochila del fujimorismo noventero. Era férrea para el debate, no se corría, pero confrontaba mucho menos. Mucho menos que ahora, es decir.

Porque hoy Bartra parece haberse mimetizado con el gen fujimorista más ortodoxo. Hay quienes ven en la congresista liberteña el nuevo rostro genuino del fujimorismo, la heredera cabal de las Chávez o las Cuculiza. Tiene el estilo, la base conservadora, ese áspero ímpetu que tanto irrita a los antifujimoristas y a los críticos del fujimorismo. Pero, además, hay que reconocerlo, posee cualidades políticas más sólidas.

Así fue como se convirtió en una de las voces más reconocibles de Fuerza Popular. Así fue como presidió la comisión “Lava Jato” del Congreso, que ha vuelto a ser mentada por sus críticos, que recuerdan -ante las nuevas evidencias que llegan desde Brasil- la ausencia de Alan García en sus conclusiones punzantes. Sus respuestas ante ello van en esa misma dirección asumida, y nuevamente han causado resquemor, han sido tendencia, no necesariamente para bien.

Así, con ese talante, imaginamos también que terminará su periodo como legisladora.