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El 30 de setiembre será el día de la infamia. El día en el que Martín Vizcarra pasó de la democracia al fascismo y se colocó en el partidor de los peores presidentes de la historia. Nadie le pedía que sea un estadista, que supere a Henry Kissinger, Wiston Churchill o a Charles de Gaulle. Se le pedía, apenas, que haga honor a su origen provinciano y que cabalgase, con tino y sabiduría, desde la modesta superficie de sus orígenes a las arenas movedizas de la confrontación.

Que apelara a la mesura para capear los temporales, a su instinto para superar los retos, a su raza para ignorar la provocación. Se le pedía que demostrara, algo, una pizca de astucia para entender los recovecos de la política y asimilar -con el apremio de su mandato- que en la democracia los poderes se distribuyen, se complementan y se respetan, que no se avasallan y agreden, que no se hostilizan y apuñalan, que no se cogotean y arrinconan. Y que, a veces, no pocas veces, hay que mostrar sensatez y docilidad. No decimos para poner la otra mejilla, sino para que -por el bien del país, en el nombre de los millones que sobreviven por debajo de la línea de pobreza, de los que mueren por falta de incubadoras, de los que se trompean con venezolanos por un rincón en la combi-, desde la altura inconmensurable y sagrada de su cargo, entendiese que su rol era gobernar. A costa de todo. Y desenmascarar al opositor desde la orilla de la limpieza, no meterse al fango con él; exponer sus oscuridades, no mudarse a las tinieblas; defenderse con las armas de la verdad, no incrustar el verdugo con el rival de espaldas. Lo que ha hecho Vizcarra es grave. Ha preferido disolver el Congreso con sofismas, apelando a una nueva interpretación auténtica, trapeando el piso con la opinión de una decena de los constitucionalistas más reputados del país y ha acometido un golpe de Estado que el TC va a tener que desandar. Ha optado por navegar en las aguas de la indignidad, nadar en el mar de lo delictivo y arriesgarse a la cárcel. Sin embargo, ello -aunque ya parezca mucho- no es lo peor: le ha dado al fujimorismo la posibilidad de victimizarse, sacudirse de su modorra política y dejar en su territorio las causas que no le son afines.

Gracias a Vizcarra, ahora es Fuerza Popular la que encarna la lucha por la legalidad, la Constitución y la democracia.