El juicio a Jesús de Nazaret fue uno de los más injustos de la historia. Nunca contó con un debido proceso y no le permitieron que durante los interrogatorios -donde primó la tortura y la degradación humana- en el seno del Sanedrín judío y en el palacio del Gobernador de Judea, que era la expresión del poder político de Roma, tuviera -como corresponde- un abogado para su defensa. En los tiempos de Jesús el derecho vivió la etapa de la confusión, es decir, donde los criterios jurídicos regularmente fueron confundidos con los morales. Hoy es insostenible que un juez emita una sentencia considerando juicios de valor de carácter moral; sin embargo, cuando vigente el Tribunal de Oficio de la Santa Inquisición durante los siglos XVI y XVII, dichos criterios morales fueron parte de la normalidad del derecho imperante en el proceso histórico de la sociedad internacional de ese momento. Jesús fue un revolucionario porque trastocó el statu quo de la época al sostener que todos los hombres son iguales por naturaleza. Me explico. Jesús cuestionó la tesis de la desigualdad legitimada por los sabios griegos y juridizada por los romanos justinianeos, es decir, condenó la esclavitud que había llevado al hombre a la vil condición de cosa. Lo hizo pregonando la igualdad entre los hombres y el amor al prójimo, conceptos centrales del Evangelio. La esclavitud fue la base de la economía de muchos pueblos -también lo fue en el Perú- y Jesús se estaba enfrentando a un sistema que haría cualquier cosa por mantenerla. Al final, el Nazareno, cuyas armas fueron siempre su palabra y la paz, fue condenado a la pena de muerte por la crucifixión. Jesús fue una amenaza para el injusto sistema imperante.