La pretensión de cambiar la Constitución que Pedro Castillo y Vladimir Cerrón han planteado al país desde una vertiente que conjuga el marxismo-leninismo y el nuevo indigenismo, revolvió todo. Es así que aparecieron inesperados defensores de la Carta Magna de 1993. Parece que la intensidad que Perú Libre le inoculó al tema resultó en un café demasiado cargado para algunos paladares. ¿Por qué han cambiado estos humores políticos? Encuentro dos razones.
La primera, porque el cambio que se abriría es demasiado socialista incluso para nuestros izquierdistas caviarizados. Para decirlo de otro modo: el país que Vladimir Cerrón –el verdadero motor ideológico del partido de gobierno– tiene en mente por venir no se enseña en La Católica. Encima la profundidad de este cambio abarca elementos étnicos y hasta culturales que claramente los han puesto nerviosos. Se trata del Perú ultra-profundo que por décadas nuestros socialistas aggiornados, degustadores de etiqueta azul y la bohemia barranquina, encuentran incómodo.
La segunda, porque ya entraron en cuenta que alterar la Constitución actual, luego de aparecer como un partido de gobierno marxista-leninista, de partida y por default ya posiciona al régimen castillista como anti empresarial. Y, por tanto, invocar a la inversión privada es una batalla perdida. Eso lo sabe perfectamente el ministro de Economía y el propio Banco Central que ha reajustado a la baja las expectativas de crecimiento del Perú a partir del 2022 precisamente porque no se prevé un despegue de la inversión privada. En otras palabras, en un país que arde en ruido político, la figura de la asamblea constituyente suena a orquesta tropical.
El gobierno podrá presentar cifras de buen ver a fin de este año, pero el ministro de Economía sabe perfectamente el costo que supondrá para el resto de la década insistir en el cambio constitucional. A estas alturas, es un lastre al propósito del crecimiento.