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La Revolución Francesa que hoy, 14 de julio, conmemora 227 años de aquella gesta, dispuso un punto de quiebre en la historia de la comunidad internacional, tanto que se cuenta como el inicio de la Edad Contemporánea. Fue martes y ese día las fuerzas revolucionarias parisinas tomaron por asalto el antiguo recinto medieval de la Bastilla que se había alzado en símbolo del despotismo monárquico. El rey de Francia, Luis XVI, y su esposa María Antonieta, ajusticiados poco tiempo después, fueron los últimos inquilinos del Palacio de Versalles, sede de la monarquía absoluta que imperó por varios siglos en ese país y en donde por los interminables festines de la nobleza se mostró la indiferencia con las enormes necesidades sociales en el reino.

La Revolución no fue obra del pueblo en sentido estricto sino de la burguesía, que como ahora, era la clase pensante.

Sus exponentes fueron los célebres representantes de la Ilustración -Rousseau, Voltaire, Montesquieu, Diderot, D’ Lambert, etc.-, ilustres intelectuales y enciclopedistas por cuyas reflexiones filosóficas fue frontalmente cuestionado el derecho divino que predominó por muchos siglos como causa perfecta para justificar el mantenimiento del poder político.

A los caprichos monárquicos absolutistas, donde los reyes sin inmutarse se ufanaron decir, como Luis XIV, que “El Estado soy yo”, irrumpió la idea universal de que todos los hombres somos iguales por naturaleza, sepultando para siempre al denominado “Antiguo Régimen”. Así, la soberanía del monarca pasó a la soberanía del pueblo. Esto último fue lo más extraordinario porque a partir de ese momento la democracia cobró vida como el más preciado sistema político de las naciones y pegado a ella el valor de la libertad y de los derechos humanos nunca jamás atendidos como a partir de ese memorable acontecimiento.